Esto se ha dicho varias veces, pero para el caso vale la pena repetirlo. Una de las tendencias más prolíficas y más ricas en el campo del documental en los últimos años es el de los documentales en primera persona. Películas en las que el realizador es también protagonista o testigo, narrador con su voz y, a veces, en cámara, partiendo de sus vivencias personales, en general sus historias familiares donde se suman al elenco sus padres, abuelos o hermanos, y las tramas familiares, muchas veces silenciadas hasta entonces, son desentrañadas en el transcurso del relato. 

Hay más de una vertiente, pero una división posible (y por supuesto no demasiado rígida) es la que tiene por un lado películas donde lo personal se intercala con lo público y las historias familiares dan pie a analizar también los contextos políticos donde ocurrieron, donde la historia personal es atravesada por la Historia con mayúscula, Por otro lado hay otra vertiente donde lo principal y hasta exclusivo son los vínculos familiares, los secretos, lo que circula y también aquello de lo que no se habla, El retrato de mi padre del uruguayo Juan Ignacio Fernandez Hoppe se adscribe cabalmente a esta última línea

El protagonista del documental de Fernández Hoppe es su padre, quien murió cuando el niño Juan tenía apenas 8 años en circunstancias por lo menos extrañas: encontrado muerto en la orilla de una playa, se presume que murió ahogado de manera accidental. Sin embargo, entre sus pertenencias se encontraron una cantidad no desdeñable de psicofármacos lo cual abona tanto la posibilidad del accidente como introduce la de que en realidad se haya tratado de un suicidio, teniendo en cuenta que hacía tiempo venía atravesando una depresion. La madre de Juan Ignacio, de profesión psiquiatra y hace cuatro años separada del padre de su hijo, descartó en aquel momento la posibilidad de realizar una autopsia, con lo que la causa no avanzó más allá. Treinta años después, el hijo hoy adulto vuelve sobre aquel hecho como punto de partida para una serie de descubrimientos. 

El objetivo inicial de Fernandez Hoppe es averiguar cómo realmente murió su padre, es decir aclarar un misterio, y por eso el relato al principio toma la forma de un policial. Y también en su puesta en escena, que por momentos toma elementos del true crime, incluso cuando nunca se sugiere la posibilidad de un crimen (salvo quizás cierto apuro sugestivo en cerrar el caso). Con esa premisa aborda las entrevistas con familiares, amigos, gente que trabajó con él, vecinos del lugar donde murió y sobre todo con su madre con quien la relación a veces se tensa, sobre todo porque la actitud de esta es ir en la dirección contraria a la de desenterrar viejos episodios. El realizador utiliza recursos estéticos como fondos blancos y limpios, la presentación fija de objetos de elementos de manera cuasi ascética como si se tratara de la presentación de pruebas en una pesquisa judicial. 

Pero promediando el film, el hijo toma otra dirección que no es tampoco la que propone la madre de dejar todo como está. Arranca con la idea de investigar la muerte, pero esta idea en cierta medida queda relegada. Quizás ante lo estéril de esta misión, o porque había otra búsqueda subyacente desde un principio que necesitaba encontrar un cauce. De este modo el interés pasa ya no tanto a determinar cómo murió el padre, algo que a esta altura es del orden de lo imposible, algo que no puede cerrarse de manera concluyente, sino a investigar quién era este realmente, y también como era la (truncada) relación padre hijo. 

Para seguir el hilo de esta vía se reconstruyen los difíciles últimos años del padre, sus adicciones, su padecimiento, su aislamiento, pero también sus pasiones. Esto dispara el film a otro territorio. El hijo se encuentra con la pasión de su padre por la música, su trabajo como musicotrapeuta, su frustración ante una carrera musical que nunca despegó (y que podría haber tenido o no que ver con su muerte) y también su obra, que hasta el momento parecía inédita esperando que alguien finalmente la escuche. 

Hay un muy interesante tratamiento de los objetos. Fernández Hope desempolva una valija con objetos del padre que en principio toma como piezas para una reconstrucción, que en cierto punto pasan a ser ser la reconstrucción de una vida. El realizador despliega esos objetos, los ordena, los exhibe, los interroga como piezas de prueba. Y aparecen otras piezas, por ejemplo piezas musicales, que son las que abren otra vía más luminosa. La de la creación en medio del dolor, la de una búsqueda ya que son piezas experimentales, y también una dimensión amorosa, porque cada pieza está dedicada a un miembro de su familia. De esto da cuenta una emotiva escena cuando el director y sus primos se ponen a escucharlas y la cámara registra sus reacciones ante una obra que finalmente encontró a sus destinatarios. 

Un documental como este puede pensarse como una necesidad personal de respuesta de un hijo ante una pérdida inexplicable, como una forma de catarsis o una reconstrucción. La flores de mi familia, el film anterior del realizador, también tomaba como base las relaciones familiares. Pero El retrato de mi padre también aborda otro tema que es el de la herencia, o más propiamente del legado, qué es lo que nos queda de aquellos que quisimos y ya no están, incluso si no somos conscientes de ello (después de cantar una canción juntos, la madre le señala al realizador que tiene la misma voz que su padre). Ahí es donde trasciende lo personal y muestra  su conexión con lo universal.

EL RETRATO DE MI PADRE
Dirección: Juan Ignacio Fernández Hoppe. Montaje y guion: Guillermo Madeiro, Juan Ignacio Fernández Hoppe, Guillermo Rocamora. Fotografía: Juan Ignacio Fernández Hoppe. Producción ejecutiva: Carolina Campo Lupo, Juan Ignacio Fernández Hoppe. Producción de campo: Carolina Campo Lupo. Diseño y dirección de sonido: Hernán González Villamil. Banda Sonora: Hernán González Villamil y piezas para piano de Juan José Fernández Salaverria. Origen: Uruguay, 99 minutos

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